Debe ser difícil ejercer como maestro. Tener todos los años un grupo distinto de estudiantes a quienes preparar y formar en una materia específica, asegurando que se puedan defender en su vida adulta, para verlos partir al final de la cursada, continuar sus años de estudios, hasta que un día se gradúan y más nunca saben de ellos. Es como si se tratara de unos hijos postizos que dejan el nido eventualmente, solo que con estos no existe el parentesco, sino tal vez algo más fuerte: el conocimiento.
Cuando escuchamos que alguien gana un premio o recibe un reconocimiento, por lo general la persona agradece a Dios, a su pareja, sus padres, hijos, colegas, amigos, etc; pero les puedo asegurar que muy pocas veces escuchamos que alguien agradece a sus maestros del colegio o, aunque sea, de la universidad. A Dios por su omnipresencia (para el que cree), a los padres por apoyarnos emocional y económicamente, a la pareja porque se mantiene al lado de uno, a los hijos por comprender nuestra ausencia a veces, a los colegas por ayudarnos a realizar el trabajo y a los amigos por existir… Pero, ¿qué sucede con la persona que nos enseñó a escribir, leer, sumar, restar, analizar, hablar en público? ¿Dónde dejamos a quien nos habló de las guerras mundiales, nos mostró la belleza de las siete artes, a tener conciencia sobre el medio ambiente, a dibujar, pintar, cantar, ejercitarnos, nadar y a hablar en otros idiomas? En fin, ¿alguna vez nos preocupamos por saber dónde quedó aquella mujer o aquel hombre que sin tener ninguna relación familiar con nosotros, dedicó su vida a prepararnos para ser quienes somos ahora?
Así como tal vez yo, un simple escritor, no hubiera podido expresarme literariamente de no haber sido por el aprendizaje adquirido de mis profesores de español y literatura —la Prof. Smith, la Prof. América o el Prof. Canto; o por mi maestra de kínder, Betty Cote, que me enseñó cosas tan básicas como contar del 1 al 10 y los colores primarios; o mi profesora de primer grado, Griselda González, que me enseñó a escribir—, así mismo, Leonardo Da Vinci tal vez no hubiera llegado a ser el genio que fue (al menos en la pintura), si no hubiera trabajado en el taller de Andrea Del Verrocchio, donde aprendió distintas disciplinas artísticas; o Aristóteles no hubiera llegado a ser uno de los grandes filósofos y científicos de la historia, si no hubiera tenido como maestro a otro grande como Platón, quien a su vez tuvo a como tutor a Sócrates. Los maestros son sin duda los grandes héroes del mundo, y los más rápidamente olvidados. Esa es una triste realidad que habla de una sociedad egoísta donde evidentemente la educación no es prioridad.
Aunque siempre he tenido esta idea presente, por el hecho de que me interesa ser profesor en un futuro, cuando vi la película cubana «Conducta» en el Festival Internacional de Cine de Panamá (IFF Panama), me conmovió aún más esa realidad que en cierta forma me avergonzó y afligió. Y es que esta película, dirigida por Ernesto Daranas («Los Dioses Rotos»), y protagonizada por el debutante actor Armando Valdés Freire, con la actuación especial de Alina Rodríguez («Contigo Pan Y Cebolla»), nos recalca dos cosas: lo fácil que olvidamos a nuestros maestros y la falta de vocación de alguno de ellos.
«Conducta» tiene varias líneas de acción, y la principal se centra en la vida de un pequeño niño apodado Chala, proveniente de una familia pobre y disfuncional con una madre drogadicta y promiscua que ni siquiera sabe quién es el padre de su hijo, que enfrenta serios problemas de conducta en el colegio que lo hacen candidato para ser expulsado e ingresar en un tipo de correccional. Chala se involucra en peleas constantes con otros estudiantes, y cuida a unos perros que son utilizados por el posible padre de Chala, Ignacio (interpretado por Armando Miguel Gómez), en pelea de perros por apuestas, algo evidentemente ilegal y que también podría traerle grandes problemas. Sin embargo, aquel lo hace por el dinero que esto le representa, para poder pagar las cuentas que su madre no paga por estar desempleada y gastarse lo poco que tiene en drogas, alcohol y rumbas. Aquí es donde aparece el rol de su maestra Carmela, una mujer bastante mayor, pasada de edad para la jubilación, quien sigue dictando clases en primaria por amor a su profesión. Carmela es una mujer estricta, pero querida y respetada por los estudiantes y directivos. Sus años de servicio en la escuela le han otorgado poder de decisión y mando en su clase, intercediendo con éxito por sus estudiantes. Por tal motivo, cuando el servicio social intenta llevarse a Chala para la correccional, Carmela lo impide una y otra vez, precisamente porque entiende la situación que atraviesa el niño, sabe que no es un mal estudiante, y que puede superarse.
Carmela es una ejemplo de la vieja escuela, cuando los profesores consideraban sus clases de manera general, pero también individual, involucrándose personalmente con el desempeño de cada uno de sus estudiantes, para no solo ver su rendimiento académico, sino también sus conflictos emocionales, psicológicos y socioculturales que podrían afectar su concentración en los estudios. ¿Qué maestro hace eso ahora? ¡Muy pocos! Actualmente, todo se basa en una nota, y si un estudiante fracasa, es solo indicativo de que deberá repetir el año y punto, pero ningún maestro se toma el trabajo de analizar en profundidad lo que sucede con ese niño o adolescente que no rinde igual al resto. ¿Será un problema de lento aprendizaje, por lo que repetir el año tal vez sí sea lo más adecuado? ¿Será que tiene problemas familiares que afectan su concentración en los estudios? O, ¿será que es víctima del bullying escolar y tiene baja autoestima? Muchas pueden ser las razones de un mal desempeño, y en los maestros está parte de la responsabilidad de identificar ese problema para poder transmitirlo a los padres, quienes evidentemente tienen gran parte de la culpa también, porque solo quieren que sus hijos saquen buenas notas, sin importar si están aprendiendo o no, simplemente quieren que se gradúen a toda costa para que valga la pena el dinero invertido en las cada vez más caras escuelas.
En el caso de Chala, el comité educativo lo veía como un problema, alguien que podía contaminar la mente de los demás niños, por lo que optaron por aislarlo a una escuela de conducta o correccional, en la cual seguramente iba a desarrollar más violencia y aprender menos. A ellos no les importa sacar a un estudiante y que arruine su vida, con tal de salvar al resto. ¿Es que esa criatura inocente, víctima de la realidad en que vive, no merece las mismas oportunidades que el resto? Carmela nos enseña que no podemos medir a todos con la misma vara. Lo mismo sucedió con la pequeña Yeni (interpretada por Amaly Junco), quien es hija de palestino viviendo en La Habana, sin permisos legales de residencia, por lo que tuvieron que falsificarlos para que ella pudiera estudiar en el colegio. Sin embargo, cuando se dan cuenta, a pesar de que Yeni era la mejor de la clase, la iban a echar del colegio, pero Carmela también intercedió para que eso no sucediera. ¿Cuántas veces no hemos presenciado lo mismo en colegios privados? Niños cuyos padres hacen un gran esfuerzo para darles una buena educación privada, pero que por algún motivo económico se han atrasado en las mensualidades, y los privan de hacer los exámenes hasta que paguen. ¿Es esa una actitud correcta para un centro educativo o para un vil negocio escolar?
Por otro lado, también es cierto que Carmela representa a esa maestra (o maestro) único que tuvimos en algún momento de nuestras vidas, que se desvivió por sus estudiantes, pero que con el pasar del tiempo olvidamos. En la ficción, Carmela le había dado clases a algunos de los miembros del comité educativo que la estaba presionando para que se jubilara y dejara de involucrarse en las decisiones del colegio. La trataron como un estorbo, olvidándose de que en su momento, ellos también presentaron dificultades y ella los ayudó a llegar donde estaban. Ella era caracterizada como una mujer sin familia (su hija y nieto se habían recién mudado a Estados Unidos), que padecía de una enfermedad cardíaca y vivía sola. El único que la visitaba y la ayudaba era Chala. Esta caracterización es la que principalmente nos conmueve del personaje, situándola, a pesar de su comportamiento heroico, en el olvido, y haciéndola dispensable. De hecho, la película termina con ella caminando sola en la calle después de dar su discurso frente al comité, y luego se aparece Chala para acompañarla hasta la casa, como un último intento del director de decirnos: «no la olvidemos«.
«Conducta» es sin duda una conmovedora obra cinematográfica que les sacará algunas lágrimas, al igual que los divertirá con las ocurrencias de Chala y sus amigos. Una historia que cuenta con sorprendentes actuaciones, especialmente de Armando Valdés Freire, quien para ser su primera película, nos deja boquiabiertos con su capacidad de hacer suyo el personaje, atraernos con su picardía y ablandarnos con sus tristezas y frustraciones. Realmente un talento innato.
Pero más allá de la historia original, que habla de una realidad social, nos invita a la reflexión, a replantearnos lo que estamos haciendo mal con la educación de nuestros futuros líderes. Actualmente las escuelas se han convertido en centros tan fríos, impersonales y ridículamente inaccesibles en el sentido económico, que se convierte en una aberración para quien finalmente logra salir de ellos. ¿Se puede culpar al estudiante? ¡No! La falla está en el sistema y en la errónea manera de impartir clases. La falla está en pensar que podemos ser profesores por un salario, sin importar tener la vocación de enseñar, pero sobre todo, de educar. Porque tal vez ese hombre o esa mujer que recibió un premio nunca les agradezca a sus maestros, pero para estos, el solo hecho verlos triunfar debe ser una gran satisfacción, considerando que fueron ellos los que les enseñaron, a sus seis años, algo tan básico pero definitivo como las vocales.
Trailer de «Conducta»:
Escrito Por: Enrique Kirchman
EXCELENTE!!!!!!!!
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Gracias Raquel! Saludos!
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